Ilustraciones del académico Álvaro Peña
En la obra de Cervantes, el Quijote, aparecen doscientos personajes, de ellos cincuenta son mudéjares o como algunos les llamaban, moriscos. Uno de ellos de nombre Ricote, representa ficticiamente a un morisco del Valle de Ricote en Murcia, ultimo reducto morisco. Ricote vuelve a España disfrazado de alemán, entre otros peregrinos tedescos -o franchotes,. Cuenta Ricote que salió de sus tierras antes de la expulsión forzada del año 1613. Primeramente se fue a África, a donde fue a parar con la expulsión entre los años 1609-1610. Luego pasó a Francia, de ahí a Italia, y más tarde a Alemania y de aquí a España. Como el libro de Cervantes fue escrito en 1615 es de suponer que Ricote volvió a sus tierras del Valle de Ricote antes de la expulsión de los moriscos de este Valle en diciembre de 1613 y que fue testigo de la expulsión de sus paisanos. De los cinco capítulos en el libro de Cervantes de 1615 reflejo el primero y a continuación viene un comic para entender mejor estos años.
Capítulo 54, primera parte del libro de Cervantes del año 1615 sobre el Morisco Ricote
Que trata de cosas tocantes a esta historia y no a otra alguna.
Resolviéronse el duque y la duquesa de que el desafío que don Quijote hizo a su vasallo por la causa ya referida pasase adelante; y puesto que el mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo por no tener por suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que había de hacer. De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí a cuatro vendría su contrario, y se presentaría en el campo armado como caballero, y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aun por toda la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde se extendía el valor de su poderoso brazo. Y, así, con alborozo y contento esperaba los cuatro días que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo, cuatrocientos siglos. Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a acompañar a Sancho, que entre alegre y triste venía caminando sobre el rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador de todas las ínsulas del mundo. Sucedió, pues, que no habiéndose alongado mucho de la ínsula de su gobierno—que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba—, vio que por el camino por donde él iba venían seis peregrinos con sus bordones, de estos extranjeros que piden la limosna cantando, los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala, y, levantando las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna, por donde entendió, que era limosna la que en su canto pedían; y como él, según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana y dijeron: guelte, guelte.
“No entiendo”, respondió Sancho, “qué es lo que me pedís, buena gente.” Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno, y mostrósela a Sancho, por donde entendió que le pedían dineros, y él, poniéndose el dedo pulgar en la garganta, y extendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompió por ellos; y al pasar, habiéndole estado mirando
uno de ellos con mucha atención, arremetió a él, echándole los brazos por la cintura, en voz alta y muy castellana dijo: “¡Válgame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.” Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre, y de verse abrazar del extranjero peregrino, y después de haberle estado mirando, sin hablar palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero viendo su suspensión el peregrino, le dijo: “¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar?” Entonces Sancho le miró con más atención, y comenzó a refigurarle, y, finalmente, le vino a conocer de todo punto, y, sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello, y le dijo: “¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen, tendrás harta mala ventura?”
“Si tú no me descubres, Sancho”, respondió el peregrino, “seguro estoy; que en este traje no habrá nadie que me conozca. Y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el bando de su majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.” Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron a la alameda, que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos ellos eran mozos, y muy gentiles hombres, excepto Ricote, que ya era hombre entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos leguas.
Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las hierbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama caviar, y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco en alemán, o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con las cinco. Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy despacio, saboreándose con cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego al punto todos a una levantaron los brazos y las botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería, y de esta manera meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que recibían, se estuvieron un buen espacio trasegando en sus estómagos las entrañas de las vasijas.
Que trata de cosas tocantes a esta historia y no a otra alguna.
Resolviéronse el duque y la duquesa de que el desafío que don Quijote hizo a su vasallo por la causa ya referida pasase adelante; y puesto que el mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo por no tener por suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que había de hacer. De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí a cuatro vendría su contrario, y se presentaría en el campo armado como caballero, y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aun por toda la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde se extendía el valor de su poderoso brazo. Y, así, con alborozo y contento esperaba los cuatro días que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo, cuatrocientos siglos. Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a acompañar a Sancho, que entre alegre y triste venía caminando sobre el rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador de todas las ínsulas del mundo. Sucedió, pues, que no habiéndose alongado mucho de la ínsula de su gobierno—que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba—, vio que por el camino por donde él iba venían seis peregrinos con sus bordones, de estos extranjeros que piden la limosna cantando, los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala, y, levantando las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna, por donde entendió, que era limosna la que en su canto pedían; y como él, según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana y dijeron: guelte, guelte.
“No entiendo”, respondió Sancho, “qué es lo que me pedís, buena gente.” Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno, y mostrósela a Sancho, por donde entendió que le pedían dineros, y él, poniéndose el dedo pulgar en la garganta, y extendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompió por ellos; y al pasar, habiéndole estado mirando
uno de ellos con mucha atención, arremetió a él, echándole los brazos por la cintura, en voz alta y muy castellana dijo: “¡Válgame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.” Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre, y de verse abrazar del extranjero peregrino, y después de haberle estado mirando, sin hablar palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero viendo su suspensión el peregrino, le dijo: “¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar?” Entonces Sancho le miró con más atención, y comenzó a refigurarle, y, finalmente, le vino a conocer de todo punto, y, sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello, y le dijo: “¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen, tendrás harta mala ventura?”
“Si tú no me descubres, Sancho”, respondió el peregrino, “seguro estoy; que en este traje no habrá nadie que me conozca. Y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el bando de su majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.” Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron a la alameda, que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos ellos eran mozos, y muy gentiles hombres, excepto Ricote, que ya era hombre entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos leguas.
Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las hierbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama caviar, y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco en alemán, o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con las cinco. Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy despacio, saboreándose con cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego al punto todos a una levantaron los brazos y las botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería, y de esta manera meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que recibían, se estuvieron un buen espacio trasegando en sus estómagos las entrañas de las vasijas.
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